Ficha de partido
Athletic Club
2 - 0
Valencia CF
Equipos titulares
Timeline del partido
Inicio del partido
0'
Zarra
30'
Escudero
43'
Descanso
45'
Final del partido
90'
Estadio
Rival: Athletic Club
Records vs Athletic Club
Máximo goleador: Mundo Suárez (19 goles)
Goleador rival: Zarra (20 goles)
Más partidos: Vicente Asensi (30 partidos)
Mayor victoria: 5 - 0 (03.04.1949)
Mayor derrota: 0 - 7 (10.10.1954)
Más repetido: 1-1 (23 veces)
Crónica
Lo más bello de la función final de la Copa del Generalísimo de 1944 fue, sin duda, el escenario en el soberbio estadio de Barcelona. El partido, conservando la línea obligada de emocionantes jugadas, no fue de buena calidad. El mejor estilo de juego valenciano se Vio casi siempre desbordado por el brío y la codicia bilbaína, cuyos jugadores marcaron dos tantos en el primer tiempo. Durante la segunda parte, él Valencia, sin fondo, pero sin juego además, no inquietó al Atlético, que conservó su ventaja sin esfuerzo hasta el instante final. La diferencia en el tanteo es justamente la distancia entre los intérpretes de esta final, que ha dado un nuevo y merecido éxito (el número quince) al "histórico" equipo de Bilbao.
Aunque la historia de los episodios finales de la Copa del Generalísimo no recuerde sucedidos demasiado brillantes, la última escenificación, este encuentro que una vez más ha dado el título al Atlético de Bilbao, quedará entre los más pobres por lo que a la calidad de juego se refiere. La afirmación, por supuesto, no quiere decir que la lucha careciera de interés, de viveza, de emoción; sino, sencillamente que en el diálogo deportivo, a uno de los actores se le ahogó la voz, viniendo a quedar el lance reducido a un monólogo, durante el cual, ciertas veces, los valencianos pudieron dar algún grito revelador de su existencia. Aunque tales vibraciones no llegaron en absoluto durante el segundo tiempo, plazo que transcurrió con afonía completa del Valencia.
Así expresado el tema, se deduce que ni el partido fue muy emocionante (y menos desde que los bilbaínos marcaron su segundo tanto), ni el Atlético tuvo que empeñar ardua lucha para conquistar el triunfo. Un triunfo como un sencillo y expresivo monólogo, que en realidad salvó sus últimas y únicas dificultades en el partido de desempate con el Atlético-Aviación, jugado el miércoles anterior en el campo de Les Corts.
Escenario
En honor a la verdad, el estadio de Motjuich sigue siendo el más bello y quizá el único en nuestra Patria, apropiado para esta clase de grandes funciones. La calidad de los dos equipos rivales y la esplendidez del tiempo favorecieron el lleno absoluto. Así, a la hora de comenzar el encuentro, más de 65.000 espectadores llenaban por
completo el enorme recinto. En el palco presidencial, el teniente general Moscardó, en representación de S. E. el Generalísimo, y como jefe de la Delegación Nacional de Deportes, y con él, el ministro de Hacienda, Sr. Benjurriea; el gobernador civil, Sr. Correa; el jefe de Federaciones de la D. N. D., Sr. Hildebrand; el presidente de la Federación del Fútbol, Sr. Barroso; el gobernador militar, general Moreno Calderón; el alcalde de Barcelona, Sr. Matéu; el jefe de Deportes del Movimiento, Sr. Gutiérrez del Castillo; el gobernador de Valencia, Sr, Laporta; autoridades, jerarquías e invitados.
El terreno de juego, cuidadísimo, era desde las tribunas, la verdadera aterciopelada, alfombra, y la cornisa del estadio, empavesada con banderas de los diversos países, presididas por la enseña de la Patria acompañada de las del Movimiento, ofrecía un aspecto deslumbrador.
Impresión de juego
Todos los augurios cayeron esta vez por tierra. Tiene el fútbol estos coqueteos con los técnicos y los aficionados, y a ello es posible, en gran parte, que se deba él auge y la popularidad. Tras una temporada, en el recuerdo de todos, de tropiezos frecuentes y de dificultades constantes para el equipo bilbaíno, llegó al torneo de Copa con las ilusiones y los entusiasmos puestos en la meta, y con los mismos jugadores que meses antes habían estado a punto de jugar la promoción. Pues bien, esté grupo, con los peculiares entusiasmos, la viveza, el dinamismo, la decisión y, en definitiva "la furia", ha superado todas las dificultades para alcanzar el título de campeón, de, España, nuevamente.
Estos muchachos vencedores, tan discutidos ahora y antes y, seguramente, en el porvenir, no forjan un juego rillante del estilo académico, del que nos ha deparado en las postreras jornadas el Atlético-Aviación; del que supo componer en esta temporada el Barcelona y aun el Oviedo, y del que fue prototipo en otro tiempo el Real Madrid. Pero el fútbol, además de esa brillantez, necesita este brío característico del juego norteño para alcanzar los objetivos finales con lujo de valentías y audacias. Con esta explicación queda dicho cómo se ha comportado una vez más el Atlético de Bilbao para alcanzar su éxito. Conviene, no obstante, insistir en que esa rapidez y aquellas audacias no están, ni mucho menos, exentas de una calidad de juego, que es como su soporte esencial; pero un juego que se cimenta, se construye, se eleva y se techa en un santiamén. Ese esfuerzo, que, interpretado por cualquier otro equipo, necesita, de diez segundos para llegar en una jugada de la meta propia a la rival, se consume frecuentemente por los leones en un tiempo que hay que contabilizar por décimas dé segundo y por numerosas jugadas menos, que entre los "artistas".
La tónica del primer tiempo, en el estadio de Montjuich, se atuvo a esa consigna que es norma de los futbolistas bilbaínos. Pero en ese tiempo, el Valencia todavía constituyó un auténtico enemigo, que muchas veces trenzó pases y avances, más lentos, pero más seguros. Una seguridad, sin embargo, que se frustró siempre al borde del marco defendido por Lezama Una seguridad con rúbrica de inseguridades totales en los pies de los delanteros valencianos. Una increíble inseguridad en unos hombres acostumbrados a disparar mucho y bien, y los que en esta ocasión fallaron incomprensiblemente varias oportunidades, de entre las cuales, dos, el empujar la pelota al marco, con el portero batido, era infinitamente más fácil que describir esas raras posturas, que sirvieron para fracasar y hacer perder las últimas esperanzas a los miles de prosélitos que, con buena instrumentación vocal, trataban de coadyuvar al éxito valenciano.
Del lado contrario, el despeje fuerte de un defensa; la pelota recogida por cuajquiera de los medios, que, sin detenerse, pasa con preferencia al extremo del lado contrario, y éste, que emprende veloz carrera para centrar la pelota, la que en el recuadro ante la meta, ha de provocar siempre la emoción exterior y el peligro inmediato al que los tres interiores inyectan siempre los gestos decisivos (acertados o no), que sirven de remates como disparos, saltos, cabezas, forcejeos, esfuerzos... ¡Codicia! ¡Valor! ¡Resolución indeclinable! Con estas facetas tan distintas de juego, la interpretación debió ser brillante, pero se quedó en emocionante a secas, porque el Valencia, pasados los treinta primeros minutos de juego, cuando tuvo un tanto en contra, se olvidó, incluso, del dominio de su técnica.
Hasta entonces el choque nos había deparado, con las fases de emoción reiteradas, los contrastres rotundos que van de la vehemencia y de la rapidez que llega en su afán codicioso hasta el marco contrario, al empleo de esa serie de pases reiterados entre medios y delanteros con buen control y técnica depurada, pero que en esta ocasión fueron apagando brillo y fuego a medida que el plazo transcurría. Precisamente todo lo contrario de lo que estaba previsto: en vez de disminuirse el Atlético, que debía estar cansado y fundido de eliminatorias anteriores, resultó el Valencia el conjunto que, al apagarse, se desdibujó una tras otra en todas sus líneas: primero, el ataque, donde no es posible hacer una excepción para salvar a un jugador; después, los medios, entre los cuales Iturraspe naufragó tan por completo, que todas las incursiones rivales fueron, en la segunda, parte, peligrosísimas, y, en fin, el trío defensivo, donde Álvaro y Juan Ramón hicieron la peor entre todas sus demostraciones, incluso sin demasiada seguridad en Eizaguirre, que, si acertó a blocar algunos disparos difíciles, se mostró indeciso cuando los riesgos le aconsejaban salir de la meta.
La superioridad del Atlético de Bilbao fue, por lo tanto, como es tradicional, ese alarde impetuoso, que se desborda e inunda el campo contrario. La técnica del Valencia que, al principio, tuvo instantes de inspiración y jugadas brillantísimas, cuando tuvo un tanto en contra no supo reaccionar con la viveza y energía que el momento requería; y en el último cuarto dé hora, de la primera parte, mientras el Atlético acometía con frenesí, los valencianos comenzaron a ir a la deriva. Hasta que en los últimos segundos, un nuevo tanto, el segundo, rubricó de la misma manera áspera, enérgica y vibrante, la victoria que ya había apuntado un grupo atléticó en una jornada de ímpetus proverbiales. Pero lo inesperado, lo que iba a colmar la estupefacción de los aficionados, incluso de los mismos seguidores bilbaínos, era la segunda parte de un Valencia jugando al desgaire, empleándose sin alma, fracasando en los puestos esenciales con frecuentes disputas entre los que, por agotamiento, no llegaban a la pelota y facilitando, en fin, la sencilla tarea, que no fue defensiva, del Atlético, y que, en frecuentes arrancadas, puso en riesgos nuevos el marco de Eizaguirre, donde el guardameta se mostró más seguro que antes. El partido, así explicado, justifica plenamente un resultado que da al Atlético de Bilbao por quinceava vez su título de campeón de España en las condiciones, probablemente, más fáciles entre todos los torneos en que intervino hasta el domingo.
Los tantos
Las escapatorias de los atlétiticos habían puesto ya en riesgo inminente la meta valenciana, pero todavía el juego valenciano forjaba avances de conjunto con impresionantes peligros. El tiro más duro dé este tiempo fue el de Panizo, que rebotó en el poeté con una fuerza extraordinaria; pero antes Munido había rematado con la cabeza un buen centro de Epi, que Lezama, a duras penas, desvió a "córner". El primer gol llegó a los treinta minutos de juego. Fue un avance por el ala izquierda con dos fallos: primero, Lecue, y luego, Juan Ramón, que permitieron a Zarra, muy cerca de la meta, rematar con un tiro esquinado imparable, al que Eizaguierre saltó impotente. El entusiasmo desbordante de este gol se prolongó largo rato, y de salida, en vez de ser el Valencia el que intentara atacar en busca del desquite, fue el Atlético, con derroche de energías, quien se lanzó a nuevos ataques. Los ataques valencianos cuajaron luego algunas brillantes jugadas, y entre ellas dos merecen especial mención, porque son aquéllas a las que me he referido antes, para considerar como inexplicable que en una y otra, Mundo, Igoa o Asensi no lograran el ansiado objetivo.
Los últimos minutos del tiempo tornan a ser emocionantes. Hay "corners" contra una y otra meta, que producen espectaculares ofensivas, y cuando faltan segundos para terminar, se produce un disparo de Iriondo formidable, que Eizaguirre salva cediendo un "córner" a duras penas. Lanzado éste por Gainza, al caer la pelota, los jugadores saltan todos, con distintas intenciones, en busca del remate; pero es Escudero quien claramente, brillantemente, toca el esférico con la cabeza, empujándole hacia el suelo, de tal modo que Eizaguirre ni puede neutralizar la jugada ni alcanzar la pelota entre el barullo clásico de la acometividad bilbaína. Así se produce el segundo gol, cuyos aplausos se prolongaron todavía largo rato durante el descanso.
Ningún tanto en aquel segundo tiempo, durante el cual él Valencia sé entregó sin brío y sin juego. Y un final sin más lamentable relieve que una falta grave de Alvaro a Gainza, instantes antes de terminar el partido. En el equipo vencido, sólo Lécué, Juan Ramón y Mundo, algunos ratos pueden salvarse. En el bando vencedor, contagiados todos de la codicia desbordante, el elogio que alcanza tanto el entusiasmo como a la calidad vehemente ha de ser, sobre todo, para Gainza, Iriondo y Panizo. Digamos de este jugador, cuyas últimas actuaciones marcaron un descenso, que en Montjuich se superó, volvió a revelarse como el conductor maravilloso e intrépido de su ataque, y, sobre todo, bregó y corrió jugando, tan pronto de delantero como de defensa. En los medios Nando asfixió a Epi, que apenas sí centró áos o tres veces, mientras Bertol y Celaya cumplieron una tarea que, a medida que fue avanzando el partido, facilitaron los mismos rivales. La ausencia de ataque contrario, salvo los momentos señalados del primer tiempo, permitió a Arqueta, y Oceja repeler con tanta entereza como seguridad los infrecuentes ataques valencianos, y, en fin, Lezama, cuya actuación en el primer tiempo fue algo más movida, se mostró segurísimo y eficaz ante los balones que llegaron a su registro. El arbitraje, sencillo y feliz, no tuvo más pequeñas dificultades que las que el mismo Vilalta le puso en las postrimerías del partido, cuando otra vez creyó necesario exagerar los ademanes, que sobraban si su prudente energía estuviera a tono de la inflexible autoridad.
Aunque la historia de los episodios finales de la Copa del Generalísimo no recuerde sucedidos demasiado brillantes, la última escenificación, este encuentro que una vez más ha dado el título al Atlético de Bilbao, quedará entre los más pobres por lo que a la calidad de juego se refiere. La afirmación, por supuesto, no quiere decir que la lucha careciera de interés, de viveza, de emoción; sino, sencillamente que en el diálogo deportivo, a uno de los actores se le ahogó la voz, viniendo a quedar el lance reducido a un monólogo, durante el cual, ciertas veces, los valencianos pudieron dar algún grito revelador de su existencia. Aunque tales vibraciones no llegaron en absoluto durante el segundo tiempo, plazo que transcurrió con afonía completa del Valencia.
Así expresado el tema, se deduce que ni el partido fue muy emocionante (y menos desde que los bilbaínos marcaron su segundo tanto), ni el Atlético tuvo que empeñar ardua lucha para conquistar el triunfo. Un triunfo como un sencillo y expresivo monólogo, que en realidad salvó sus últimas y únicas dificultades en el partido de desempate con el Atlético-Aviación, jugado el miércoles anterior en el campo de Les Corts.
Escenario
En honor a la verdad, el estadio de Motjuich sigue siendo el más bello y quizá el único en nuestra Patria, apropiado para esta clase de grandes funciones. La calidad de los dos equipos rivales y la esplendidez del tiempo favorecieron el lleno absoluto. Así, a la hora de comenzar el encuentro, más de 65.000 espectadores llenaban por
completo el enorme recinto. En el palco presidencial, el teniente general Moscardó, en representación de S. E. el Generalísimo, y como jefe de la Delegación Nacional de Deportes, y con él, el ministro de Hacienda, Sr. Benjurriea; el gobernador civil, Sr. Correa; el jefe de Federaciones de la D. N. D., Sr. Hildebrand; el presidente de la Federación del Fútbol, Sr. Barroso; el gobernador militar, general Moreno Calderón; el alcalde de Barcelona, Sr. Matéu; el jefe de Deportes del Movimiento, Sr. Gutiérrez del Castillo; el gobernador de Valencia, Sr, Laporta; autoridades, jerarquías e invitados.
El terreno de juego, cuidadísimo, era desde las tribunas, la verdadera aterciopelada, alfombra, y la cornisa del estadio, empavesada con banderas de los diversos países, presididas por la enseña de la Patria acompañada de las del Movimiento, ofrecía un aspecto deslumbrador.
Impresión de juego
Todos los augurios cayeron esta vez por tierra. Tiene el fútbol estos coqueteos con los técnicos y los aficionados, y a ello es posible, en gran parte, que se deba él auge y la popularidad. Tras una temporada, en el recuerdo de todos, de tropiezos frecuentes y de dificultades constantes para el equipo bilbaíno, llegó al torneo de Copa con las ilusiones y los entusiasmos puestos en la meta, y con los mismos jugadores que meses antes habían estado a punto de jugar la promoción. Pues bien, esté grupo, con los peculiares entusiasmos, la viveza, el dinamismo, la decisión y, en definitiva "la furia", ha superado todas las dificultades para alcanzar el título de campeón, de, España, nuevamente.
Estos muchachos vencedores, tan discutidos ahora y antes y, seguramente, en el porvenir, no forjan un juego rillante del estilo académico, del que nos ha deparado en las postreras jornadas el Atlético-Aviación; del que supo componer en esta temporada el Barcelona y aun el Oviedo, y del que fue prototipo en otro tiempo el Real Madrid. Pero el fútbol, además de esa brillantez, necesita este brío característico del juego norteño para alcanzar los objetivos finales con lujo de valentías y audacias. Con esta explicación queda dicho cómo se ha comportado una vez más el Atlético de Bilbao para alcanzar su éxito. Conviene, no obstante, insistir en que esa rapidez y aquellas audacias no están, ni mucho menos, exentas de una calidad de juego, que es como su soporte esencial; pero un juego que se cimenta, se construye, se eleva y se techa en un santiamén. Ese esfuerzo, que, interpretado por cualquier otro equipo, necesita, de diez segundos para llegar en una jugada de la meta propia a la rival, se consume frecuentemente por los leones en un tiempo que hay que contabilizar por décimas dé segundo y por numerosas jugadas menos, que entre los "artistas".
La tónica del primer tiempo, en el estadio de Montjuich, se atuvo a esa consigna que es norma de los futbolistas bilbaínos. Pero en ese tiempo, el Valencia todavía constituyó un auténtico enemigo, que muchas veces trenzó pases y avances, más lentos, pero más seguros. Una seguridad, sin embargo, que se frustró siempre al borde del marco defendido por Lezama Una seguridad con rúbrica de inseguridades totales en los pies de los delanteros valencianos. Una increíble inseguridad en unos hombres acostumbrados a disparar mucho y bien, y los que en esta ocasión fallaron incomprensiblemente varias oportunidades, de entre las cuales, dos, el empujar la pelota al marco, con el portero batido, era infinitamente más fácil que describir esas raras posturas, que sirvieron para fracasar y hacer perder las últimas esperanzas a los miles de prosélitos que, con buena instrumentación vocal, trataban de coadyuvar al éxito valenciano.
Del lado contrario, el despeje fuerte de un defensa; la pelota recogida por cuajquiera de los medios, que, sin detenerse, pasa con preferencia al extremo del lado contrario, y éste, que emprende veloz carrera para centrar la pelota, la que en el recuadro ante la meta, ha de provocar siempre la emoción exterior y el peligro inmediato al que los tres interiores inyectan siempre los gestos decisivos (acertados o no), que sirven de remates como disparos, saltos, cabezas, forcejeos, esfuerzos... ¡Codicia! ¡Valor! ¡Resolución indeclinable! Con estas facetas tan distintas de juego, la interpretación debió ser brillante, pero se quedó en emocionante a secas, porque el Valencia, pasados los treinta primeros minutos de juego, cuando tuvo un tanto en contra, se olvidó, incluso, del dominio de su técnica.
Hasta entonces el choque nos había deparado, con las fases de emoción reiteradas, los contrastres rotundos que van de la vehemencia y de la rapidez que llega en su afán codicioso hasta el marco contrario, al empleo de esa serie de pases reiterados entre medios y delanteros con buen control y técnica depurada, pero que en esta ocasión fueron apagando brillo y fuego a medida que el plazo transcurría. Precisamente todo lo contrario de lo que estaba previsto: en vez de disminuirse el Atlético, que debía estar cansado y fundido de eliminatorias anteriores, resultó el Valencia el conjunto que, al apagarse, se desdibujó una tras otra en todas sus líneas: primero, el ataque, donde no es posible hacer una excepción para salvar a un jugador; después, los medios, entre los cuales Iturraspe naufragó tan por completo, que todas las incursiones rivales fueron, en la segunda, parte, peligrosísimas, y, en fin, el trío defensivo, donde Álvaro y Juan Ramón hicieron la peor entre todas sus demostraciones, incluso sin demasiada seguridad en Eizaguirre, que, si acertó a blocar algunos disparos difíciles, se mostró indeciso cuando los riesgos le aconsejaban salir de la meta.
La superioridad del Atlético de Bilbao fue, por lo tanto, como es tradicional, ese alarde impetuoso, que se desborda e inunda el campo contrario. La técnica del Valencia que, al principio, tuvo instantes de inspiración y jugadas brillantísimas, cuando tuvo un tanto en contra no supo reaccionar con la viveza y energía que el momento requería; y en el último cuarto dé hora, de la primera parte, mientras el Atlético acometía con frenesí, los valencianos comenzaron a ir a la deriva. Hasta que en los últimos segundos, un nuevo tanto, el segundo, rubricó de la misma manera áspera, enérgica y vibrante, la victoria que ya había apuntado un grupo atléticó en una jornada de ímpetus proverbiales. Pero lo inesperado, lo que iba a colmar la estupefacción de los aficionados, incluso de los mismos seguidores bilbaínos, era la segunda parte de un Valencia jugando al desgaire, empleándose sin alma, fracasando en los puestos esenciales con frecuentes disputas entre los que, por agotamiento, no llegaban a la pelota y facilitando, en fin, la sencilla tarea, que no fue defensiva, del Atlético, y que, en frecuentes arrancadas, puso en riesgos nuevos el marco de Eizaguirre, donde el guardameta se mostró más seguro que antes. El partido, así explicado, justifica plenamente un resultado que da al Atlético de Bilbao por quinceava vez su título de campeón de España en las condiciones, probablemente, más fáciles entre todos los torneos en que intervino hasta el domingo.
Los tantos
Las escapatorias de los atlétiticos habían puesto ya en riesgo inminente la meta valenciana, pero todavía el juego valenciano forjaba avances de conjunto con impresionantes peligros. El tiro más duro dé este tiempo fue el de Panizo, que rebotó en el poeté con una fuerza extraordinaria; pero antes Munido había rematado con la cabeza un buen centro de Epi, que Lezama, a duras penas, desvió a "córner". El primer gol llegó a los treinta minutos de juego. Fue un avance por el ala izquierda con dos fallos: primero, Lecue, y luego, Juan Ramón, que permitieron a Zarra, muy cerca de la meta, rematar con un tiro esquinado imparable, al que Eizaguierre saltó impotente. El entusiasmo desbordante de este gol se prolongó largo rato, y de salida, en vez de ser el Valencia el que intentara atacar en busca del desquite, fue el Atlético, con derroche de energías, quien se lanzó a nuevos ataques. Los ataques valencianos cuajaron luego algunas brillantes jugadas, y entre ellas dos merecen especial mención, porque son aquéllas a las que me he referido antes, para considerar como inexplicable que en una y otra, Mundo, Igoa o Asensi no lograran el ansiado objetivo.
Los últimos minutos del tiempo tornan a ser emocionantes. Hay "corners" contra una y otra meta, que producen espectaculares ofensivas, y cuando faltan segundos para terminar, se produce un disparo de Iriondo formidable, que Eizaguirre salva cediendo un "córner" a duras penas. Lanzado éste por Gainza, al caer la pelota, los jugadores saltan todos, con distintas intenciones, en busca del remate; pero es Escudero quien claramente, brillantemente, toca el esférico con la cabeza, empujándole hacia el suelo, de tal modo que Eizaguirre ni puede neutralizar la jugada ni alcanzar la pelota entre el barullo clásico de la acometividad bilbaína. Así se produce el segundo gol, cuyos aplausos se prolongaron todavía largo rato durante el descanso.
Ningún tanto en aquel segundo tiempo, durante el cual él Valencia sé entregó sin brío y sin juego. Y un final sin más lamentable relieve que una falta grave de Alvaro a Gainza, instantes antes de terminar el partido. En el equipo vencido, sólo Lécué, Juan Ramón y Mundo, algunos ratos pueden salvarse. En el bando vencedor, contagiados todos de la codicia desbordante, el elogio que alcanza tanto el entusiasmo como a la calidad vehemente ha de ser, sobre todo, para Gainza, Iriondo y Panizo. Digamos de este jugador, cuyas últimas actuaciones marcaron un descenso, que en Montjuich se superó, volvió a revelarse como el conductor maravilloso e intrépido de su ataque, y, sobre todo, bregó y corrió jugando, tan pronto de delantero como de defensa. En los medios Nando asfixió a Epi, que apenas sí centró áos o tres veces, mientras Bertol y Celaya cumplieron una tarea que, a medida que fue avanzando el partido, facilitaron los mismos rivales. La ausencia de ataque contrario, salvo los momentos señalados del primer tiempo, permitió a Arqueta, y Oceja repeler con tanta entereza como seguridad los infrecuentes ataques valencianos, y, en fin, Lezama, cuya actuación en el primer tiempo fue algo más movida, se mostró segurísimo y eficaz ante los balones que llegaron a su registro. El arbitraje, sencillo y feliz, no tuvo más pequeñas dificultades que las que el mismo Vilalta le puso en las postrimerías del partido, cuando otra vez creyó necesario exagerar los ademanes, que sobraban si su prudente energía estuviera a tono de la inflexible autoridad.