Ficha de partido
Real Madrid
4 - 0
Valencia CF
Equipos titulares
10
11
Sustituciones
Ninguno
Timeline del partido
Inicio del partido
0'
Di Stéfano
33'
Di Stéfano
38'
Descanso
45'
Olsen
59'
Di Stéfano
77'
Final del partido
90'
Estadio
Rival: Real Madrid
Records vs Real Madrid
Máximo goleador: Mundo Suárez (13 goles)
Goleador rival: Raúl (17 goles)
Más partidos: Vicente Asensi (28 partidos)
Mayor victoria: 6 - 0 (09.06.1999)
Mayor derrota: 1 - 7 (23.08.1990)
Más repetido: 1-2 (27 veces)
Crónica
Se temía al Valencia. Aunque Quincoces ha transformado al equipo levantino en un conjunto menos bronco que en otros tiempos, menos pegajoso y destructivo, más creador, el Valencia venía dispuesto a ganar ese título moral que supone derrotar al que va a ser campeón, e iniciaba el encuentro con un discreto repliegue de los interiores, que apoyaba su siempre sólida defensa sin abandonar por eso la posibilidad de amenazarla puerta blanca al menor desmayo de sus vigilantes.
Pero esta vez el Real Madrid sabía que tenía allí, sobre el mismo césped de Chamartín, la victoria y el título de campeón a su alcance, y salía dispuesto a vencer. Sus hombres se movían impulsados por el motor del entusiasmo, y el conjunto lucía desde el primer momento una acometividad, una ligereza, una capacidad creadora, que aquí le habíamos visto antes en contadas ocasiones. Jugando siempre así, el Real Madrid hubiera llegado a estas alturas del torneo con una ventaja de seis o siete puntos sobre su inmediato seguidor, y en esta tarde reducía al Valencia a la mitad de su propio terreno; lo comprimía contra su puerta y lo desconcertaba, mareándole con las combinaciones de una delantera en la que ni un hombre fallaba, porque, todos ponían el mismo encendido corazón en la disputa de la pelota, el mismo ingenio en las combinaciones sorprendentes y toda su personal maestría, graduada en visibles diferencias técnicas, pero armoniosa en el quinteto atacante.
Sin la torpeza de uno de los arbitros más pavorosos, el Sr. Santos López, el Real Madrid hubiera abierto su cuenta de goles en los primeros diez minutos; pero el colegiado, no sabemos si por falta de agudeza visual o por ese temor supersticioso que muchos arbitros (y ya parece criterio arbitral) tienen al "penalty" perturbaba la fácil marcha del encuentro al dejar sin castigo una gravé falta de Paquito, que derribaba a Mateos en el área y agravaba la tensión de los jugadores al omitir unas manos valencianas que interceptaban un tiro a gol del mismo jugador. Malos momentos, que pudieron haber dado al traste con la deportividad de la jornada, pero que pasaron sin mayor quebranto, porque el Madrid, lleno de entusiasmo, sólo quería jugar. Jugar que era ganar. Y esta es la moraleja del caso: el entusiasmo no sólo sirve para jugar mejor, sino para resbalar sobre los incidentes, sin quedarse prendido, en sus espinas. El entusiasmo es una forma de la generosidad, y cuando un equipo, unos jugadores, están poseídos de este generoso sentimiento, ni los zarzales de la pelea antideportiva ni la triste flora del resentimiento y el desmayo pueden nada contra ellos.
La pequeña historia pide estos detalles. Iban, treinta y dos minutos de juego. El marcador simultáneo señalaba el empate a un tanto entre el Barcelona y el Español, que obligaba a temer la victoria azulgrana. En Chamartín no había goles. Entonces fue cuando Atienza avanzó por su banda y, pugnando tercamente con Paquito y Sócrates, consiguió desbordarlos, centró templado, de espaldas a la puerta, y cuando el balón, pasaba ya, Di Stéfano, rectificando en el aire su salto con un elástico, giro de la cintura, alcanzó la pelota fugitiva y la incrustó en las mallas valencianas rozando el larguero. Gran gol, acogido con clamores de entusiasmo, que era como el primer brote primaveral de la victoria.
Tres minutos después, López, que había realizado en ese tiempo tres paradas meritorias, veía supuerta violada de nuevo. Un avance de Mateos obligaba a salir al guardameta levantino. Di Stéfano, velocísimo, recogía la pelota casi bajo los palos, donde estaba como última guardia Paquito, y la colaba de un tiro raso, imparable por su rapidez. Dos a cero y un insistente dominio territorial que dejaba ya muy pocas esperanzas al Valencia. En efecto, éste jugó ya con menos moral en la segunda parte. El Madrid, dueño de todo el campo, volvió a dominar intensamente, mientras, sus zagueros, apoyados eficacísimamente por Zárraga, cortaban en flor todas las incursiones que los levantinos se obstinaban en planear por su ala izquierda, como si no existiera la posibilidad de los cambios de juego, de los despliegues en anchura, de las variaciones que pueden descolocar y sorprender al adversario.
A los quince minutos, un avance prodigioso, de Di Stéfano, Muñoz y Máteos fue coronado por Olsen al recibir el medido pase del otro interior, con, un tiro ganando la acción de salida de López, que era el tercer gol de la victoria ya inevitable. El cuarto y último tanto fue otra muestra de la habilidad y malicia de Di Stéfano, que colocó el balón por el pequeño hueco que había entre López y Paquito, al aprovechar un templado pase de cabeza hecho por Mateos.
Los trece minutos restantes, cuando ya se veía en el marcador simultáneo la derrota del Barcelona, fueron de exhibición blanca. Minutos de brillantes combinaciones, de escalonamiento perfecto de los hombres, de alarde de un juego garboso, juvenil, que es un regalo y una promesa, capaz de hacer olvidar horas pasadas de lentitud, desgana y ausencia de ese vigor que jamás debe dejar dé asistir a los atletas ante las multitudes.
Todo el equipo blanco funcionó bien el domingo. En conjunto e individualmente. Hermosa actuación la de la delantera, con la nota culminante de magisterio de Di Stéfano; la eficacia batalladora de Olsen, la incipiente maestría y agudeza de Mateos, la forma cuajada de Atienza y el nervio y voluntad de Joseíto. Excelente, sin reparos esta vez, la de la línea media: Muñoz magnífico ayudando al ataque y ordenando el despliegue del equipo, y Zárraga, fácil y rotundo en el corte. Seguros y sólidos los defensas, incluso Navarro, que si al principio falló algo, dejándose llevar de su afición a piratear por aguas de la vanguardia, luego se serenó y estuvo, como Lesmes y Oliva, aplomado, veloz y acertado en el corte y en el pase. Alonso tuvo muy poco que hacer y lo hizo bien.
El Valencia, dulcificado en su estilo, que es como decir despersonalizado, luchó los primeros treinta y cinco minutos. Luego fue a menos y se desdibujó. Estuvo acertado López, que hizo muchas paradas excelents y evitó un mayor tanteo adverso. Paquito descolló en la defensa, menos contundente que en otros tiempos. Pasieguito y Puchades fueron absorbidos por el juego ligado de los medios e interiores blancos. La brega de los dos internacionales fue más sorda que de costumbre, menos rica en inflexiones y tan escasa de precisión en el pase como siempre. La delantera brilló poco. Gago ya no es nada. Seguí, estuvo discreto, a pesar de que todo el juego valenciano fue para él, y Wilkes, buen dominador de la pelota y peligroso cuando la lleva a los pies, estuvo, una vez más, poco combativo y muy individualista. Parece uno de esos brillantes jugadores en los partidos que se tienen ganados, pero que en los encuentros difíciles colaboran escasamente a aumentar las probabilidades de triunfo de sus compañeros. Los interiores cumplieron mejor la tarea defensiva que la de ataque.
Pero esta vez el Real Madrid sabía que tenía allí, sobre el mismo césped de Chamartín, la victoria y el título de campeón a su alcance, y salía dispuesto a vencer. Sus hombres se movían impulsados por el motor del entusiasmo, y el conjunto lucía desde el primer momento una acometividad, una ligereza, una capacidad creadora, que aquí le habíamos visto antes en contadas ocasiones. Jugando siempre así, el Real Madrid hubiera llegado a estas alturas del torneo con una ventaja de seis o siete puntos sobre su inmediato seguidor, y en esta tarde reducía al Valencia a la mitad de su propio terreno; lo comprimía contra su puerta y lo desconcertaba, mareándole con las combinaciones de una delantera en la que ni un hombre fallaba, porque, todos ponían el mismo encendido corazón en la disputa de la pelota, el mismo ingenio en las combinaciones sorprendentes y toda su personal maestría, graduada en visibles diferencias técnicas, pero armoniosa en el quinteto atacante.
Sin la torpeza de uno de los arbitros más pavorosos, el Sr. Santos López, el Real Madrid hubiera abierto su cuenta de goles en los primeros diez minutos; pero el colegiado, no sabemos si por falta de agudeza visual o por ese temor supersticioso que muchos arbitros (y ya parece criterio arbitral) tienen al "penalty" perturbaba la fácil marcha del encuentro al dejar sin castigo una gravé falta de Paquito, que derribaba a Mateos en el área y agravaba la tensión de los jugadores al omitir unas manos valencianas que interceptaban un tiro a gol del mismo jugador. Malos momentos, que pudieron haber dado al traste con la deportividad de la jornada, pero que pasaron sin mayor quebranto, porque el Madrid, lleno de entusiasmo, sólo quería jugar. Jugar que era ganar. Y esta es la moraleja del caso: el entusiasmo no sólo sirve para jugar mejor, sino para resbalar sobre los incidentes, sin quedarse prendido, en sus espinas. El entusiasmo es una forma de la generosidad, y cuando un equipo, unos jugadores, están poseídos de este generoso sentimiento, ni los zarzales de la pelea antideportiva ni la triste flora del resentimiento y el desmayo pueden nada contra ellos.
La pequeña historia pide estos detalles. Iban, treinta y dos minutos de juego. El marcador simultáneo señalaba el empate a un tanto entre el Barcelona y el Español, que obligaba a temer la victoria azulgrana. En Chamartín no había goles. Entonces fue cuando Atienza avanzó por su banda y, pugnando tercamente con Paquito y Sócrates, consiguió desbordarlos, centró templado, de espaldas a la puerta, y cuando el balón, pasaba ya, Di Stéfano, rectificando en el aire su salto con un elástico, giro de la cintura, alcanzó la pelota fugitiva y la incrustó en las mallas valencianas rozando el larguero. Gran gol, acogido con clamores de entusiasmo, que era como el primer brote primaveral de la victoria.
Tres minutos después, López, que había realizado en ese tiempo tres paradas meritorias, veía supuerta violada de nuevo. Un avance de Mateos obligaba a salir al guardameta levantino. Di Stéfano, velocísimo, recogía la pelota casi bajo los palos, donde estaba como última guardia Paquito, y la colaba de un tiro raso, imparable por su rapidez. Dos a cero y un insistente dominio territorial que dejaba ya muy pocas esperanzas al Valencia. En efecto, éste jugó ya con menos moral en la segunda parte. El Madrid, dueño de todo el campo, volvió a dominar intensamente, mientras, sus zagueros, apoyados eficacísimamente por Zárraga, cortaban en flor todas las incursiones que los levantinos se obstinaban en planear por su ala izquierda, como si no existiera la posibilidad de los cambios de juego, de los despliegues en anchura, de las variaciones que pueden descolocar y sorprender al adversario.
A los quince minutos, un avance prodigioso, de Di Stéfano, Muñoz y Máteos fue coronado por Olsen al recibir el medido pase del otro interior, con, un tiro ganando la acción de salida de López, que era el tercer gol de la victoria ya inevitable. El cuarto y último tanto fue otra muestra de la habilidad y malicia de Di Stéfano, que colocó el balón por el pequeño hueco que había entre López y Paquito, al aprovechar un templado pase de cabeza hecho por Mateos.
Los trece minutos restantes, cuando ya se veía en el marcador simultáneo la derrota del Barcelona, fueron de exhibición blanca. Minutos de brillantes combinaciones, de escalonamiento perfecto de los hombres, de alarde de un juego garboso, juvenil, que es un regalo y una promesa, capaz de hacer olvidar horas pasadas de lentitud, desgana y ausencia de ese vigor que jamás debe dejar dé asistir a los atletas ante las multitudes.
Todo el equipo blanco funcionó bien el domingo. En conjunto e individualmente. Hermosa actuación la de la delantera, con la nota culminante de magisterio de Di Stéfano; la eficacia batalladora de Olsen, la incipiente maestría y agudeza de Mateos, la forma cuajada de Atienza y el nervio y voluntad de Joseíto. Excelente, sin reparos esta vez, la de la línea media: Muñoz magnífico ayudando al ataque y ordenando el despliegue del equipo, y Zárraga, fácil y rotundo en el corte. Seguros y sólidos los defensas, incluso Navarro, que si al principio falló algo, dejándose llevar de su afición a piratear por aguas de la vanguardia, luego se serenó y estuvo, como Lesmes y Oliva, aplomado, veloz y acertado en el corte y en el pase. Alonso tuvo muy poco que hacer y lo hizo bien.
El Valencia, dulcificado en su estilo, que es como decir despersonalizado, luchó los primeros treinta y cinco minutos. Luego fue a menos y se desdibujó. Estuvo acertado López, que hizo muchas paradas excelents y evitó un mayor tanteo adverso. Paquito descolló en la defensa, menos contundente que en otros tiempos. Pasieguito y Puchades fueron absorbidos por el juego ligado de los medios e interiores blancos. La brega de los dos internacionales fue más sorda que de costumbre, menos rica en inflexiones y tan escasa de precisión en el pase como siempre. La delantera brilló poco. Gago ya no es nada. Seguí, estuvo discreto, a pesar de que todo el juego valenciano fue para él, y Wilkes, buen dominador de la pelota y peligroso cuando la lleva a los pies, estuvo, una vez más, poco combativo y muy individualista. Parece uno de esos brillantes jugadores en los partidos que se tienen ganados, pero que en los encuentros difíciles colaboran escasamente a aumentar las probabilidades de triunfo de sus compañeros. Los interiores cumplieron mejor la tarea defensiva que la de ataque.